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Gatos POR TEMPORADA 14-06-2016
El peso apropiado de la pena: hombres, gatos y la vida de escritor.

Mi gato murió.
Lo digo no para despertar compasión sino simplemente para establecer un hecho: Mi gato murió y estoy triste. Lo cual, si alguna vez han amado algún animal, es una respuesta perfectamente apropiada. Sin embargo, no les estoy contando toda la historia. Estoy muy triste. Estoy triste al grado obsesivo, que me falta el aliento, a un grado quizás ridículo, sobre la muerte de mi gato Bongo.



He llorado todos los días desde que falleció, hace dieciséis días. Los días recientes a su muerte incluyeron pequeños  arranques de sollozos, con la nariz moqueando y tanta agua salada vertida de mis ojos que mi barba se sentía esponjosa debido a las lágrimas.

Otros días han sido vistazos de pena, los ojos vidriosos ante la vista de alguno de sus juguetes favoritos o el lugar (vacío ahora) cerca del calefactor donde se hacía un ovillo en las tardes frías de Michigan. Mi otro gato ya ni siquiera se pasea frente a ese lugar.

Imaginen esto: Lloro hasta cuando limpio las cajas de arena. Vaya imagen, ¿cierto? Un hombre maduro, llorando sobre una caja de arena. Antes de que me juzguen, debo mencionar que mi otro gato estaba ahí conmigo,  maullando y observando el hueco del clóset donde Bongo solía tomar sus siestas. Ella también lo buscaba.
Bueno, ahora sí pueden juzgarme.

Tengo lo que muchos podrían considerar una cantidad inapropiada de pena por un gato. Pero debo preguntar: ¿Cuál es la cantidad apropiada de pena? ¿Cuánto se me permite? Nadie me lo dice, pero adivino que no debe ser tanta ni por tanto tiempo.

De acuerdo a las reglas bajo las cuales vivimos todavía muchos hombres, si yo tuviese que estar de luto por algún animal, un perro grande sería mucho más apropiado. Lo que pareciera indicar que la pena es proporcional al tamaño, peso y especie de dicho animal fallecido. Lo que es una manera amable de decir que gran parte del mundo cree que un hombre de 90 kilos debería fácilmente sobreponerse a la muerte de un gato atigrado de 4 kilos. “Ya bájale, compadre. Es un gato.”

Sin embargo, la pena no funciona de esa manera. Por lo menos la mía, no. Lo que me lleva a algo más a lo que me he tenido que enfrentar desde la muerte de Bongo: mi propia vergüenza por el dolor que siento. Lo he escondido de todo mundo, incluyendo mi esposa. El hecho de que los hombres escondan sus emociones no es nuevo, pero hay un elemento extra debido a que el origen de dichos sentimientos sea un gato, una criatura pequeña, delicada y peluda.

Hay algo en mi mente masculina que me dice que no tengo el permiso para hacer esto por un gato. Quizás es porque se supone que los hombres no “son de gatos”, para empezar. La memoria colectiva nos dice que los gatos son femeninos y los perros son masculinos, por lo tanto, debo amar a los perros.

¿Qué por qué? Porque los perros son más grandes, desaliñados, huelen más, además de ser orientados a mentalidad de manada. Todo ello, más como los hombres.
Los gatos se supone son femeninos porque son más pequeños, más limpios, elusivos y misteriosos. Habrá mucho que las lectoras feministas quieran sacar de esta última cita, pero es suficiente decir que la percepción social de los animales de compañía todavía se siente como “viejas acá, machos allá.”

De cualquier modo, la memoria colectiva es una idiota. Puedes hasta decir que las ideas acerca de hombres y gatos están cambiando. Cuando las asociaciones pro animal quieren hacer publicidad “provocativa”,  pondrán en sus imágenes a un rudo motociclista tatuado en su moto Harley Davidson, con un gato persa. Y eso está bien, pero lo hacen porque  va en contra del estereotipo y desconcierta.
Todo  debido a que sigue habiendo un estigma extraño del que no se habla (o se habla, dependiendo de con quién estés) adherido a los hombres a quienes les gustan los gatos. Se les considera un tipo de hombre…”Beta”, en lugar del típico macho Alfa.

Obviamente, yo soy de ese tipo Beta. Y soy otro tipo también: Un escritor masculino que le gustan los gatos. Lo cual presenta una idea contraria al supuesto de que a los hombres no les gustan los gatos. O que los hombres que tienen gatos son de alguna manera menos masculinos.
¿Cómo puedes no pensar en Ernest Hemingway, el prototipo de macho, bebedor, amante de las corridas de toros, con su brutal estilo directo de decir las cosas, cuya casa en Key West estaba llena de gatos polidáctiles? Hay multitud de fotos de Hemingway mimando a sus felinos. No tenía nada qué probar. 
Fue célebre el cariño de Carlos Monsiváis por los gatos: en su casa vivían con él un total de trece.
Jack Duluoz, en su novela autobiográfica Gran Sur, tiene un pasaje en el que lee una carta de su madre, infromándole que su amado gato Tyke ha muerto, lo que le provoca un paroxismo de pena.
William S. Burroughs amaba también a sus felinos, junto con los poetas T.S. Elliot y Charles Bukowski. Incluso escribieron  sobre gatos.

Es cierto que hay algo en los gatos que de alguna manera encaja a la perfección en la vida del escritor.
Ambos, escritores y gatos pasan mucho de su tiempo sentados y observando y ponderando las cosas. A los escritores nos encanta hablar sobre lo solitario que es nuestro trabajo., por lo que un gato brincando sobre el escritorio es una distracción bien recibida o simplemente buena compañía durante esas horas agonizantes de escribir, reescribir, buscar inspiración, esperar a la musa y el resto de cosas que hacemos.

Cuando trabajaba en mi escritorio, Bongo solía brincar encima y me daba topes en el pecho hasta que abría el cierre de mi sudadera lo suficiente para brincar dentro y acurrucarse entre mi hombro y estómago. Podía quedarse así por horas. A veces olvidaba que estaba ahí. Me levantaba por una taza de café y en ese momento me daba cuenta que todavía tenía un gato dentro de mi sudadera.

Lo que me lleva a otra razón por la cual creo que la muerte de Bongo me afectó de una manera tan profunda. Su enfermedad y subsecuente muerte  ocurrió al mismo tiempo que estaba dejando un trabajo que subsidió y sostuvo mi carrera de escritor por dos décadas. Dejar un trabajo de tanto tiempo también es una pérdida equivalente a una muerte.

La realidad es que, por primera vez desde que estuve en ese trabajo, descarriló por completo mis tiempos. Después de un año de no tener tiempo para escribir, estaba muy deprimido.
Esto, aunado con la crisis por la que pasaba sobre escribir o publicar, en general (“¿Para qué sigo con esto? ¿Por qué no me quieren publicar? ¿Le importa esto a alguien?”). Esta es una combinación letal. Y el hecho de que estos dos eventos –la pérdida de un trabajo de mucho tiempo y la pérdida de un felino muy querido, de muchos años-  pasara de manera simultánea, bueno, creo que puede explicar algo de la intensidad de mi pena.

Claro que ninguno de estos motivos pretende disminuir el amor que le tenía a mi gato. Conforme Bongo se agravó más y más, sabiendo que eso significaba que lo iba a perder dentro de poco tiempo, recordé al último gato que perdí, hace unos doce años, un atigrado muy dulce llamado T-Bone. Él era otro gato de escritor, que se acurrucaba sobre mi escritorio mientras escribí mi primera novela, “Second Hand”, una historia de amor entre el dueño de un deshuesadero y una trabajadora de refugio animal. Me di cuenta en este punto que tenía sólo un puñado de recuerdos de T-Bone. Claro que lo recordaba, pero quería recordar detalles específicos. ¿Por qué no recordaba más cosas de él? También lo amé y le lloré furiosamente.
Así que hice una lista de cosas que quería recordar de Bongo. De alguna manera me hizo sentir mejor hacerlo mientras estaba vivo. Es una lista larga, con muchos puntos, de los que comparto algunos:

*Algunas veces, cuando me maullaba, le maullaba tratando de imitar el tono en el que lo había hecho, luego él me respondía el maullido, yo le copiaba ese maullido y así podíamos seguir por un buen rato. Pareciera que a la mayoría de los gatos no les gusta cuando los humanos los imitan, pero a él parecía entretenerle.

*Verlo brincar hasta arriba del refrigerador. Parecía casi cámara lenta. Lo hacía con una gracia y facilidad. Y lo hacía aunque estuvieras a dos centímetros de la puerta.

*La pregunta al final de un maullido cuando entraba a la habitación.

*Cómo cuando lo cargaba, me rodeaba con sus patas y frotaba su cabeza contra mi cuello. Nunca he conocido a un gato que abrace.

*A mitad de la noche, brincaba a la cama, se metía bajo las cobijas y salía su cabeza justo del lado de la almohada de Rita (mi esposa), con sus patas tocándole el cuello, pero el resto de él, cubierto.

Sólo quería escribir sobre todos los regalos que esta criatura peluda me había dado. Aún entonces, usando tiempo pasado, trataba de hacerme a la idea de que se había ido. No sé si ayudó o no, pero por lo menos tengo este pequeño registro de él. Y al menos era escribir algo.

Todo esto puede explicar algo de mi reacción tan extrema ante la muerte de mi gato, pero no ha respondido todavía la pregunta que hice al inicio: ¿Cuánta pena le es permitido sentir a un hombre maduro por un gato pequeño, atigrado, parlanchín, increíblemente afectuoso, curioso y juguetón?

Actualmente puedo decir esto: Esa es una pregunta estúpida. Sentimos lo que sentimos. La pena es involuntaria La pena no tiene proporción a peso,  género o tamaño.  Así que ¿por qué los hombres, o por lo menos éste hombre, siente de alguna manera que está mal sentir tristeza por la muerte de un gato?

El día que descubrimos que Bongo estaba enfermo de gravedad no fue un buen día para nadie en el consultorio del veterinario, que, debo agregar, es un consultorio de especialidad de gatos, manejada exclusivamente por mujeres.
Estaba estacionado en la sala de espera, mientras mi esposa estaba en el auto con Bongo. Tratábamos de minimizar el trauma de una visita más al veterinario.  Llevábamos ya varias, desde que Bongo empezó a vomitar varias veces al día. Rita lo había envuelto en una cobija, pero aún lloraba y temblaba de miedo.
Mientras esperaba en la recepción a que nos llamaran, un hombre de unos cincuenta años salió volando de uno de los cuartos de examinación del consultorio. Caminaba tan rápido que apenas pude verle la cara. Trataba con gran esfuerzo de parecer inexpresivo, pero el enrojecimiento bajo sus ojos y el pañuelo arrugado en su mano indicaban otra cosa. En un momento, estaba fuera del consultorio. Desde donde estaba sentado, pude verlo entrar a un auto, pero no lo escuché arrancar el motor.

Después de diez o doce minutos, el auto encendió, pero entonces nos llamaron. Cuando salí por mi esposa y mi mascota, el auto ya no estaba.

Cuando el veterinario nos pasó al consultorio, pesó a Bongo y descubrió que había bajado otro medio kilo. No había comido, aunque había intentado por todos los medios que se alimentara. Mi ansiedad por su enfermedad se manifestaba en la compulsiva necesidad de abrir latas de comida para gato. Intentando una, otra marca, sabores, combinaciones, todas ellas, con tal que comiera algo.  En un momento dado, llegamos a tener  siete u ocho tipos diferentes de comida para gato en el refrigerador, apretujando la comida humana. La mayor parte del tiempo, sin embargo, olisqueaba la comida, se quedaba parado en su lugar por un momento y luego se iba sin probar bocado. O la ignoraba por completo.

Pero había veces, si su medicina le funcionaba bien y estaba hidratado, podía lograr que lamiera la salsa de la comida. Ésa era una gran victoria para nosotros.  Aun así, sabíamos que el panorama no pintaba bien.
Después de que el veterinario nos dijo que creía que Bongo tenía cáncer de estómago e intestinos, se veía tan triste como nosotros. “Lo siento mucho”, nos dijo. “Tratamos de ser optimistas, pero deben saber que es posible que no dure hasta fin de año.” Navidad estaba a diez días de distancia.

Discutimos sobre las opciones para mantener a Bongo cómodo y sin dolor. Y cómo saber cuándo era el momento. Traté de no llorar con todas mis fuerzas. También mi esposa. No estábamos haciendo muy buen trabajo. Hasta nuestra veterinaria parecía no poder contener las lágrimas.
“Lo siento,” dijo ella, mientras le temblaba la voz. “No es un ben día Dos eutanasias, el día de hoy. Acabo de salir de una.”
“Creo que sé quién fue,” dijo mi esposa. “Había un hombre en un auto al lado del nuestro. Estuvo llorando por largo rato.”
La doctora asintió. “Se disculpaba continuamente por estar tan afectado Le decíamos constantemente que no había nada de qué disculparse.”

Un hombre avergonzado por llorar por una pequeña criatura peluda. No puedo hacer esto.

En ese momento me dije a mí mismo que no me disculparía por lo que estuviera sintiendo. Estas personas, estas mujeres no esperaban que me disculpara por ello.  Y el domingo antes de navidad, cuando Bongo empeoró de manera repentina y violenta y tuvimos que llevarlo al veterinario y no había nada más que pudieran hacer por él, hubo muchas, muchas lágrimas. Pero no me disculpé por ninguna de ellas.

Y sin embargo, a pesar de lo aprendido en la oficina del veterinario, no estaba listo para aplicarlo en mi vida cotidiana, o al menos  el período después de su muerte. Todavía me sentía avergonzado de mi pena. Todavía pensaba que no tenía autorización para ello.

Las cenizas de Bongo estaban programadas para llegar justo el último día de mi trabajo de 20 años. No fue una coincidencia agradable para mí. Para ese momento, estaba agradecido de dejar ese trabajo, pero la desagradable espera de las cenizas de mi gato le quitaba toda la alegría a lo que debió haber sido un buen cierre en ese día.

Esa tarde, el hombre de la compañía de cremación llamó como a las tres para avisarnos que estaba en camino “para llevar a Bongo a casa”, una frase que en ese momento  me hizo llorar, así que tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para mantener la compostura. Estaba agradecido de que mi esposa estuviera conmigo.

No pasó mucho tiempo cuando tocaron la puerta. Cuando la abrí, un hombre de unos cuarenta años, cabello canoso y una gentil media sonrisa estaba parado en nuestra entrada. Habló en voz baja y tranquila,  probablemente al hablar conmigo por teléfono sintió que estaba tratando con una persona frágil en ese momento.
“Traigo los restos de Bongo”, dijo “necesito que por favor firme aquí.”
Firmé el papel y acepté una bolsa de regalo beige que contenía una urna de plástico blanca y pequeña con el nombre de Bongo.
También vi lo que parecía una tarjeta de condolencias y un folleto con una foto de un niño sosteniendo un gato. Sobre sus cabezas, se leía “Compañero Fiel”. Regresé la forma de llenado al hombre, y éste leyó mi nombre con cuidado.
Sus ojos se encontraron con los míos y dijo: “¿Es usted de pura casualidad un escritor?
Asentí.
Me dijo: “No puedo creerlo. Me encantó “Second Hand”. Es uno de mis libros favoritos”
“Gracias,” dije, tratando de sonreír, sin lograrlo del todo.
“Ni siquiera sabía que era Ud. de por aquí. Wow. Muchas gracias por ese libro.”
La mayoría de los escritores les dirán que no es común que alguien los reconozca por nombre o cara, de uno de sus libros. Es otro de los motivos por los que decimos que el ser escritor es una carrera solitaria. Así que, el que alguien me reconociera, como el autor de una novela moderadamente exitosa publicada hace quince años es algo raro y maravilloso. Aunque  me han reconocido algunas de las veterinarias de la clínica, ciertamente no esperaba ser reconocido en es día, justo en ese momento en particular.

Le agradecí de nuevo. Nos dimos la mano y se marchó.
Después, le dije a un amigo lo que había pasado y sin dudarlo, me dijo que era un buen augurio. Era el universo que me decía que siguiera escribiendo y que lo que escribía sí le importaba a las personas.

Quise discutirle, pero en ese momento decidí que tenía razón. Fue el último regalo de Bongo hacia mí.

Así que de ahora en adelante, no me disculparé más por mis lágrimas ni por expresar  mi pena desproporcionada e inapropiada por una pequeña criatura.
Es lo menos que puedo hacer.


Fuente:
Michael Zadoorian, para médium.com
Wikipedia.org

Foto: Michael Zadoorian


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