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10-11-2016
No me juzguen, pero odio a mi perro
Es viernes por la noche y estoy corriendo alrededor de la manzana, descalza, gritando “¡Fig Newton!!” a todo lo que dan mis pulmones, agitando una botella de pastillas como una maraca. Generalmente cuando nuestro perro se escapa, el sonido de la botella de pastillas de prozac lo trae de vuelta y esta noche no es la excepción.
Aparece por la calle como un rayo, derrapándose frente a la casa. La expresión en su cara me recuerda a un adolescente latoso que ha sido atrapado en el acto, tras hacer una maldad. Pareciera decirme: “¿Quién? ¿Yooo?”.
Conocí a Fig cuando tenía doce semanas, recientemente desempacado de un refugio con alto índice de sacrificios, en Georgia. Había estado buscando por meses un perro, a pesar de los argumentos de mi esposo, de que nuestros hijos, con dos, seis y ocho años, eran prácticamente cachorros.
Ni siquiera me pidieron tener un perro y yo nunca había tenido uno. Pero cuando tuvimos a nuestro primer hijo, vivíamos en Inglaterra, solos, en un quinto piso de un edificio sin escaleras, sin familia o amigos cerca y sobrevivimos; ¿qué tan complicado podría ser tener un perro?
La primera vez que vi a Fig, tenía doce semanas de vida, en una habitación sin una sola ventana, en una jaula, solo. El encargad me dijo con voz neutral: “¿Ha escuchado acerca de los perros alfa? Este tipo es un beta, un raro de primera. Su propio hermano lo ataca.
Pareciera querer matarlo.” El hermano, Ernie, estaba en una jaula vecina, ladrando histéricamente, mostrando los dientes. Si hay algo que me llega directo al corazón, son los seres menos afortunados, con vidas complicadas, así que por supuesto que me enamoré enseguida de Fig y sus pestañas pelirrojas y la manera en la que puso sus patitas sobre mis hombros.
Nuestra vida juntos se desenvolvió frente a mí: largas caminatas, miradas significativas, tardes de relax frente al patio…casi casi un comercial de ésos cursis, estelarizados por un perro y por mí.
Fidge estuvo sentado en mi regazo durante el trayecto a casa, temblando y perdiendo pelo la mitad del pelo de su cuerpo. A media hora de haber llegado a casa, hizo tiras todos los rollos de papel higiénico. Cuando lo pusimos en su transportadora, lloró tan alto –un aullido casi humano- que uno de los vecinos nos llamó para asegurarse que estábamos bien o necesitábamos una ambulancia. La advertencia de mi esposo me hizo eco en ese momento: “Los niños maduran, los perros no”.
Agréguenle los berrinches de nuestros hijos, noches en vela, peleas ensordecedoras, labios hinchados y calcetines misteriosamente desaparecidos y ni siquiera los tres juntos eran tan enloquecedoras y preocupantes como Fig, durante ese primer año con nuestra familia. No sólo reprobó la escuela de obediencia; se rehusó por completo a participar.
Cuando contratamos a un entrenador privado ( bastante costoso, por cierto), levantó la ceja y continuó su hábito de pasearse alrededor de la mesita de la sala por ocho horas seguidas. Se ponía en huelga de hambre y se recetó tres correas (dos de lona, una de piel).
Le compramos un backpack especial para perros, para usar durante los paseos; el entrenador dijo que le daría una sensación de propósito. Se petrificaba ante la vista de agua corriente, así que le compramos un chaleco de compresión para que lo usara cuando nos bañábamos, lavábamos los paltos o llovía.
El entrenador nos explicó que los refugios con alto índice de sacrificios en ocasiones amontonan a los cachorros en una pequeña jaula para bañarlos con agua a presión de mangueras; con razón el pobre no se animaba ni a poner una pata en el patio. Terminamos por deshacernos de la manguera.
Cuando cumplió un año y lo llevamos a su chequeo con la veterinaria, el doctor requirió de la ayuda de dos asistentes robustos para lograr que Fig se subiera a la báscula. La doctora elevó la voz por encima de los chillidos histéricos de mi perro: “Guau…¿siempre se pone así?”
“Siempre”, dije, y empecé a llorar. Siempre he sido fuerte: me sobrepuse a la muerte de un padre, cuidé de un bebé durante una cruda neumonía y ensamblé un librero yo sola. Puedo con los retos. Pero Fig Newton se convirtió en un maratón, un Iron Man y un Spartan Race todo en uno. La veterinaria miraba a fig Newton mientras se masticaba la pata como si fuera una pierna de pollo, con los ojos en blanco. Yo sabía que seguiría mordiendo hasta sacarse sangre, lo que me hizo llorar aún más. ¿Pueden imaginarse vivir con una criatura más miserable que ésta?
La doctora me recomendó a un especialista en conducta animal, quien le recetó Prozac a mi perro. Debieran ver las miradas extrañas que recibo cuando recojo cada bote.
Solución mágica: FIg ya no trata de arrancarse la pierna, pero dista mucho de ser el compañero de mis sueños.
Una noche, tiró una olla de albóndigas en salsa de tomate y después de rodar sobre ella, se sacudió como si acabada de bañarse, directo sobre nuestra recién pintada cocina. Brincará desde el interior de un auto en movimiento, a través de la ventana hacia el tráfico, sin dudarlo un segundo. Cuando prendemos la chimenea, Fig se sienta tan cerca del fuego que podemos oler cómo se quema su pelaje. Cuando lo alimentamos, vomita su comida e inmediatamente se la come, un desagradable hábito que mis hijos llaman “lunch caliente”.
Como postre, va a comer a la caja de arena del gato. Todos los años tira el árbol de navidad, a veces varias veces en un mismo año.
El año pasado, se comió una barra de mantequilla de 400g, incluyendo la envoltura y la caja; una semana después, ingirió una botella completa con seguro para niños de paracetamol extra fuerte y tuvo que padecer un lavado de estómago. ¡Y todo esto es CON el prozac!!
Fig es como un novio que llama demasiado y luego se queja. Pero hay una gran diferencia: no puedo romper con mi perro. Jamás lo reubicaría, como tampoco mandaría a alguno de mis hijos con un extraño. Hice un compromiso el día que lo adopté en el refugio y me mantendré leal a él hasta el fin de los días de Fig. Este lazo se ha reforzado por cómo lo quieren mis hijos y mi esposo, que lo adoran tanto como me exaspera a mí.
Hay un detalle hermoso en todo esto: Nuestros paseos, que forman un pacífico paréntesis al inicio de cada día. Admito que jamás había disfrutado tanto de las primeras nevadas del año, como ahora, que las veo con un perro exuberante, aunque ese perro exuberante le acabe de robar el sándwich a tu hijo y lo haya escondido bajo su cama.
Fuera de esto, he de admitir que agrego el poseer un perro al montón de cosas que no me gustan tanto como parecieran disfrutarla otras personas (esta lista incluye el yoga, karaoke, faciales, desfiles y mis veinte años). Pero no tengo autorización para admitir esto, por que requerimos amar a nuestros animales. Todo el tiempo. Sin reservas. En el parque para perros, otro dueño me preguntó cuál era mi perro y señalé a Fig, que se montaba entusiasmado en un corgi geriatra.
Con la esperanza de algo de empatía, admití: “Es más de lo que esperaba. En realidad, él está arruinando mi vida”. La mujer me dio una mirada de absoluto desagrado y se corió hacia el otro extremo de la banca. ¿Hubiera hecho lo mismo si a quien me refería era a uno de mis hijos? ¿Cuándo el fanatismo se convirtió en una característica requerida para ser dueño de una mascota?
Esto es lo que he aprendido de las personas que tienen perros: Les encanta el proselitismo. Cada vez que me detengo en un semáforo, hay por lo menos un auto con una etiqueta relativa a lo maravilloso que es ser dueño de un perro: “¿Quién rescató a quién?”, “El perro es mi copiloto”, etc. Así que desde luego, espero críticas ante mi honestidad, empezando con mi hermana, quien hornea premios orgánicos para su perro.
Pero no se preocupen por Fig, quien tiene sus legiones de fans, siempre estaré a su lado…con su prozac.
Moraleja
No juzgaremos a Elisabeth Egan, pero su gracioso artículo nos revela una realidad bastante común entre las personas que tienen un perro: la poca, inadecuada o nula comunicación entre el perro y su dueño.
La mayoría de los propietarios de perros se acostumbran a tolerar (pero no aceptan) los comportamientos de su mascota, al igual que la autora juzgan todo acontecimiento de la relación humano – perro solamente desde el punto de vista humano, pero rara vez lo intentan desde el punto de vista del perro para entender la relación perro – humano.
Muchas personas consideran que es suficiente con seleccionar al perro de acuerdo a su raza o características de mezcla de razas (en los casos de razas únicas), buscando que sea más o menos activo, más o menos grande y más o menos cachorro. Adicionalmente un gran porcentaje de propietarios están en la creencia de que si llevan a su perro con un médico veterinario (para preservar su salud) y con un adiestrador (para que sea educado), su perro tendrá el comportamiento soñado de los perros de las series de TV o del cine (aunque ignoran que los adiestradores usan hasta cinco perros para el mismo personaje).
Están cometiendo un grave error, es como pensar que un chiquillo va a ser una gran persona solo con llevarlo al pediatra y a la escuela.
Los perros, por ser animales sociales y de grupo, requieren generar vínculos con cada persona que tratan, en especial con aquellas con quienes conviven; son tan inteligentes e individuales, que individualizan la interacción que establecen con cada miembro del grupo humano.
Si quieren, al igual que la autora “largos paseos, miradas emotivas y tardes descansadas en el patio” no será suficiente un adiestrador y un etólogo, siempre faltará la interacción cálida individual y personal del propietario, ustedes deberán entender el lenguaje de su perro, una excelente aproximación es conocer a fondo el etograma canino (el lenguaje sonoro y corporal del perro), pero requerirá de una gran dosis de observación e interacción con el perro.
Esta recomendación surge del hecho que los perros al ser totalmente individuales, tienen sutiles diferencias de “lenguaje” (aún entre cachorros del mismo sexo y camada); por aprender por ensayo y error, cada experiencia la asimilan individualmente, con resultados igualmente individuales.
Como es de esperar, la comunicación e interacción en la relación entre el perro y su propietario, se llevarán algún tiempo en desarrollarse y afinarse (dependerá del perro y del humano), pero después de ese lapso de tiempo el propietario tendrá un perro socialmente confortable y obediente, con el que no habrá comportamientos sorpresivos y siempre se tendrá certeza de las conductas aprendidas por su mascota.
Por último, empatizamos con la autora: Fig Newton es un perro único con retos únicos debido a sus desconocidos antecedentes de maltrato. Es muy importante subrayar que no todos los perros de refugio tienen los mismos traumas que el perro de esta historia, aunque es real que por ser perros en condición de calle, les pudo haber ido mejor o peor que a este peludo.
De ninguna manera queremos desalentarte a adoptar a un perro de refugio con este artículo. Pero sí queremos que estés consciente de los retos que involucra un perro, que puede o no tener algún trauma. Todo se centra en acierto-error. Si tienes un perro problemático, es importante que te observes también, para ver si alguna de tus interacciones o hábitos agravan la situación. Si un etólogo no te funcionó, no te desanimes: busca otro.
Queremos, eso sí, dejar en claro algo que es rotundo: Los problemas de conducta caninos provocados por experiencias pasadas se pueden reparar, con trabajo, cariño y entrenamiento positivo.
Fuente: Elizabeth Egan, para glamour.com
Foto: glamour.com
Moraleja: Sigfrido Domínguez y Marilú Herrera
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